Caray, no sé cómo contar esto. No es que me preocupe tu credibilidad, porque al fin y al cabo la realidad supera la ficción
y por eso habrías tenido que estar allí para verlo, para sentir
lo que todos nosotros sentimos.
Cuatro años en la escuela y uno cree haber escuchado todo
acerca de los profesores en la facultad. Desde la historia del
genio que se volvió loco por no comer ni dormir nunca en
busca de su gran verdad (una de esas verdades escritas sobre
cuadernos con letras y números que los matemáticos aman
descifrar), hasta el idiota que ganó el premio Litz Owen de
Ciencias.
La felicidad de un matemático reside en otra parte, en otra
dimensión, en otro espacio donde los papeles y las letras no
son ya papeles y letras sino seres vivientes que gritan verdades a los cuatro vientos, espectros que viven en los libros y se
meten en la cabeza y que lo tienen a uno pensando por días,
fantasmas que de su vida bidimensional en el papel logran
pasar a la vida real como si saltaran de la banqueta al piso.
A veces se creen demasiado al pie de la letra esto, y hay algunos que se hacen los locos. Pero no, los matemáticos no están
locos, pues una cosa es que les guste trabajar con conceptos
abstractos y otra que no les guste la vida terrenal y mundana
como a cualquier otro. Tienen su muy particular punto de vista y hasta pueden llegar a ser fastidiosos con ciertas fijaciones,
pero no son nada que un biólogo, un abogado o un contador
no puedan llegar a ser.
Los que se hacen los locos caen en los estereotipos que la sociedad les impone: ponen cara de consternación, experimentan
cavilaciones extrasensoriales y con los ojos desorbitados dibujan quién sabe qué carajos en el aire, y luego gritan “eureka”
o “mandinga” o “ajajá” y salen corriendo como locos para escribirlo en algún papelito antes de que lo olviden. Tampoco
me gusta esa actitud de elegidos que se toman otros.
En la fac se habla a veces sobre en Dr. T, que a mitad del semestre comenzó a impartir su clase en latín. O del Dr. M, que
se queda viendo largamente el pizarrón hasta que sus ideas se
aclaran y vuelve a este mundo y dice “¡Ah, sí!” para seguir con
su tranquila y silenciosa clase donde todos duermen ya. El caso más cercano al que voy a contar y quizás el menos
aceptado por todos es el del Dr. P, cuyos alumnos juran haber
presenciado una posesión infernal en plena clase de Topología.
Dos voces (dicen) salían de su garganta dictando cosas diferentes, discutiendo su muy diferente punto de vista acerca del
Axioma de Elección. Pero no, nada como lo que voy a contarte.
Resulta que la cátedra de Mecánica Cuántica es generalmente
impartida por los doctores R, F y T, pero este semestre llegó
a la universidad un tal Dr. K. Un ruso de barba prolija, alto,
tan alto que tuvo que agacharse un poco siempre que pasó
por la puerta del salón. Usa lentes pequeños y redondos pero
de tal espesor que más parece que se ha quedado ciego al observar el sol a través de esos objetivos de microscopio.
El Dr. K tiene una ternura sin igual, contrariamente a lo que
dictan sus potentes brazos y su avasalladora voz. Al principio era realmente divertida su clase. Comenzaba a exponer muy seriamente,
con ese acento ruso indeleble, y poco a poco su excitación iba
creciendo y empezaba a mover las manos rápidamente y su indescifrable escritura en el pizarrón se agudizaba y se aceleraba,
alzaba las cejas, acomodaba sus lentes, aflojaba su corbata, y
continuaba con su catarsis. Sin atender al reloj su clase podía
durar horas. Nadie se atrevía a detenerlo. En parte porque
creíamos que le habría molestado, en parte porque era genial.
Sólo las obligaciones nos hacían desertar de su clase, cuando se
extendía demasiado y ya nos esperaba otra clase en otro salón.
Aquella ocasión fue singular. Comenzó como siempre y veinte minutos después ya estaba extasiado, agitando las manos y
escribiendo ecuaciones y símbolos y fechas y nombres. Alguien
de pronto notó que temblaba. Comenzó a trastabillarse en su
perorata, sudaba a cántaros. No sólo se aflojó la corbata, sino
que se la quitó definitivamente y la aventó al escritorio, desabotonó sin dejar de hablar los primeros botones de su camisa.
Un calor tremendo se dejó caer sobre todos, como si alguien
de pronto por accidente hubiera encendido la calefacción al mediodía. Todos sudaban a gota gorda. Su temblorina se hizo más notable y para sorpresa de todos comenzó a inflarse.
El calor aumentó, pero él no dejaba de hablar y levantar las
manos y decir cosas que ya no entendíamos. De pronto la vi-
bración fue tan grande que todos nos levantamos preocupados
de nuestras sillas y empezaos a comentar qué debíamos hacer.
Al volvernos hacia él algunos chicos pegaron un grito, su torso
y su cabeza se habían dividido a la mitad y se agitaban en
sentidos contrarios como queriendo separarse. Nos quedamos
mudos de terror cuando por fin ambas mitades se separaron
y quedaron dos profesores idénticos frente al grupo. La vibración cada vez más intensa y nuestro miedo aún más grande.
Con las manos en la boca, reprimiendo los gritos vimos nacer ahora de cada mitad dos nuevos individuos que impartían
cada uno su propia clase, y que gritaban y agitaban las manos y escribían en todos lados. Luego fueron ocho y al rato
dieciséis, y los unos se encimaban sobre los otros para poder
escribir sobre el pizarrón, y otros gritaban y corrían de un lado para otro en el salón vibrando y elevando la temperatura a
insoportables escalas. Y llegaron 32 y 64 y se iban duplicando
cada vez más rápido, y de pronto había ya más profesores que
alumnos y todos formábamos una masa compacta en el cen-
tro, pateando y empujando a los doctores K que venían hasta nosotros e intentaban arrastrarnos y pisarnos. Tal era el calor
que poco a poco todos se fueron desmayando. Yo fui de los
últimos.
Escuchamos por última vez esos gritos y vimos por
última vez esa cara repetida 1024 ó 2048 veces antes de caer
en un profundo sueño lleno de quarks, de ecuaciones de onda,
de potenciales, de gatos semimuertos semivivos, de lunas que
están cuando se les ve pero que desaparecen en cuanto se mira para otro lado. Una orgía de terribles pesadillas en las que
todos fuimos víctimas de una demencia colectiva.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que por fin alguien despertó.
A mí me despertó Grecia. El calor había desaparecido y un
único Dr. K se encontraba con la cabeza hundida bajo el brazo
sentado en su escritorio en un pacífico e imperturbable viaje
onírico, roncando a pierna suelta.