miércoles, 16 de febrero de 2022
Mi vida de mosquito
martes, 25 de enero de 2022
Sueño de una noche de enero 23 [Sogni d'oro]
Toma ese triángulo y arrójalo con fuerza.¿Se aboyó? ¡Eso es topología!
Soñé que éramos tú y yo aquellos dos.
Que éramos ellos, nosotros dos.
Los dos nosotros
éramos ellos dos
y éramos más esos dos otros
que nosotros dos.
Los dos que son nosotros y que están en el retrato, éramos ahora tú y yo.
Nos besábamos largamente, mucho más que en aquella ocasión.
De pronto, bajo de ese largo beso, tu risa repentina se instaló,
y yo queriendo saber su causa, intenté mover la cara, pero nada sucedió.
Nuestros cuerpos de papel, carentes de volumen, cumplían la condena de los límites dimensionales en tanto que el mondo y lirondo contacto de líneas y puntos trocaba las caricias por intersecciones banales.
miércoles, 10 de febrero de 2016
Cuántum
Caray, no sé cómo contar esto. No es que me preocupe tu credibilidad, porque al fin y al cabo la realidad supera la ficción
y por eso habrías tenido que estar allí para verlo, para sentir
lo que todos nosotros sentimos.
Cuatro años en la escuela y uno cree haber escuchado todo
acerca de los profesores en la facultad. Desde la historia del
genio que se volvió loco por no comer ni dormir nunca en
busca de su gran verdad (una de esas verdades escritas sobre
cuadernos con letras y números que los matemáticos aman
descifrar), hasta el idiota que ganó el premio Litz Owen de
Ciencias.
La felicidad de un matemático reside en otra parte, en otra
dimensión, en otro espacio donde los papeles y las letras no
son ya papeles y letras sino seres vivientes que gritan verdades a los cuatro vientos, espectros que viven en los libros y se
meten en la cabeza y que lo tienen a uno pensando por días,
fantasmas que de su vida bidimensional en el papel logran
pasar a la vida real como si saltaran de la banqueta al piso.
A veces se creen demasiado al pie de la letra esto, y hay algunos que se hacen los locos. Pero no, los matemáticos no están
locos, pues una cosa es que les guste trabajar con conceptos
abstractos y otra que no les guste la vida terrenal y mundana
como a cualquier otro. Tienen su muy particular punto de vista y hasta pueden llegar a ser fastidiosos con ciertas fijaciones,
pero no son nada que un biólogo, un abogado o un contador
no puedan llegar a ser.
Los que se hacen los locos caen en los estereotipos que la sociedad les impone: ponen cara de consternación, experimentan
cavilaciones extrasensoriales y con los ojos desorbitados dibujan quién sabe qué carajos en el aire, y luego gritan “eureka”
o “mandinga” o “ajajá” y salen corriendo como locos para escribirlo en algún papelito antes de que lo olviden. Tampoco
me gusta esa actitud de elegidos que se toman otros.
En la fac se habla a veces sobre en Dr. T, que a mitad del semestre comenzó a impartir su clase en latín. O del Dr. M, que
se queda viendo largamente el pizarrón hasta que sus ideas se
aclaran y vuelve a este mundo y dice “¡Ah, sí!” para seguir con
su tranquila y silenciosa clase donde todos duermen ya. El caso más cercano al que voy a contar y quizás el menos
aceptado por todos es el del Dr. P, cuyos alumnos juran haber
presenciado una posesión infernal en plena clase de Topología.
Dos voces (dicen) salían de su garganta dictando cosas diferentes, discutiendo su muy diferente punto de vista acerca del
Axioma de Elección. Pero no, nada como lo que voy a contarte.
Resulta que la cátedra de Mecánica Cuántica es generalmente
impartida por los doctores R, F y T, pero este semestre llegó
a la universidad un tal Dr. K. Un ruso de barba prolija, alto,
tan alto que tuvo que agacharse un poco siempre que pasó
por la puerta del salón. Usa lentes pequeños y redondos pero
de tal espesor que más parece que se ha quedado ciego al observar el sol a través de esos objetivos de microscopio.
El Dr. K tiene una ternura sin igual, contrariamente a lo que
dictan sus potentes brazos y su avasalladora voz. Al principio era realmente divertida su clase. Comenzaba a exponer muy seriamente,
con ese acento ruso indeleble, y poco a poco su excitación iba
creciendo y empezaba a mover las manos rápidamente y su indescifrable escritura en el pizarrón se agudizaba y se aceleraba,
alzaba las cejas, acomodaba sus lentes, aflojaba su corbata, y
continuaba con su catarsis. Sin atender al reloj su clase podía
durar horas. Nadie se atrevía a detenerlo. En parte porque
creíamos que le habría molestado, en parte porque era genial.
Sólo las obligaciones nos hacían desertar de su clase, cuando se
extendía demasiado y ya nos esperaba otra clase en otro salón.
Aquella ocasión fue singular. Comenzó como siempre y veinte minutos después ya estaba extasiado, agitando las manos y
escribiendo ecuaciones y símbolos y fechas y nombres. Alguien
de pronto notó que temblaba. Comenzó a trastabillarse en su
perorata, sudaba a cántaros. No sólo se aflojó la corbata, sino
que se la quitó definitivamente y la aventó al escritorio, desabotonó sin dejar de hablar los primeros botones de su camisa.
Un calor tremendo se dejó caer sobre todos, como si alguien
de pronto por accidente hubiera encendido la calefacción al mediodía. Todos sudaban a gota gorda. Su temblorina se hizo más notable y para sorpresa de todos comenzó a inflarse.
El calor aumentó, pero él no dejaba de hablar y levantar las
manos y decir cosas que ya no entendíamos. De pronto la vi-
bración fue tan grande que todos nos levantamos preocupados
de nuestras sillas y empezaos a comentar qué debíamos hacer.
Al volvernos hacia él algunos chicos pegaron un grito, su torso
y su cabeza se habían dividido a la mitad y se agitaban en
sentidos contrarios como queriendo separarse. Nos quedamos
mudos de terror cuando por fin ambas mitades se separaron
y quedaron dos profesores idénticos frente al grupo. La vibración cada vez más intensa y nuestro miedo aún más grande.
Con las manos en la boca, reprimiendo los gritos vimos nacer ahora de cada mitad dos nuevos individuos que impartían
cada uno su propia clase, y que gritaban y agitaban las manos y escribían en todos lados. Luego fueron ocho y al rato
dieciséis, y los unos se encimaban sobre los otros para poder
escribir sobre el pizarrón, y otros gritaban y corrían de un lado para otro en el salón vibrando y elevando la temperatura a
insoportables escalas. Y llegaron 32 y 64 y se iban duplicando
cada vez más rápido, y de pronto había ya más profesores que
alumnos y todos formábamos una masa compacta en el cen-
tro, pateando y empujando a los doctores K que venían hasta nosotros e intentaban arrastrarnos y pisarnos. Tal era el calor
que poco a poco todos se fueron desmayando. Yo fui de los
últimos.
Escuchamos por última vez esos gritos y vimos por
última vez esa cara repetida 1024 ó 2048 veces antes de caer
en un profundo sueño lleno de quarks, de ecuaciones de onda,
de potenciales, de gatos semimuertos semivivos, de lunas que
están cuando se les ve pero que desaparecen en cuanto se mira para otro lado. Una orgía de terribles pesadillas en las que
todos fuimos víctimas de una demencia colectiva.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que por fin alguien despertó.
A mí me despertó Grecia. El calor había desaparecido y un
único Dr. K se encontraba con la cabeza hundida bajo el brazo
sentado en su escritorio en un pacífico e imperturbable viaje
onírico, roncando a pierna suelta.
jueves, 17 de diciembre de 2015
Curvatura
El Doctor Resendes-Muz es un tipo serio. Ha sido galardonado con varios premios que la Sociedad Científica Internacional
ha tenido a bien darle. Es profesor emérito en la Facultad de
Ciencias Naturales de la reconocida Universidad Estatal de X.
Cuenta en su oficina con una preciosa colección de volúmenes
rarísimos de tratados sobre tal y cual tema, un estante donde coloca su taza de café, un cuadro con la foto de una niña
sentada en un escalón, un perchero, un escritorio atiborrado
de papeles, un sillón reclinable y una pequeña mesa de centro
sobre la que hay un hermoso cenicero de cristal. No tiene calefacción, ni televisión, ni radio y sobre todo no
tiene hijos (“es una suerte” piensa a menudo) y su familia está
demasiado lejos como para molestarlo.
Resendes-Muz se sienta en su sillón y suspira. Ha sido una noche agotadora, vaya que sí. Mira su reloj pulsera: las cuatro.
Pronto llegarán los primeros rayitos de sol a tocar su ventana. No hay café pero tampoco hay sueño, puede seguir dando
vueltas a esa imagen en su cabeza.
Hace muchos años, Resendes-Muz y un colega de la Facultad
de Ingeniería diseñaron el telescopio que sustituyó al Hubble
y que lleva su apellido Muz escrito con pintura blanca (“¡qué
desgracia!”). Desde allá arriba el telescopio fue capaz de leer el año de emisión impreso en las monedas de diez
centavos que hay tiradas en la calle. Sin embargo pasaron algunos años hasta que este instrumento, puesto en órbita, tuvo
una utilidad real. Así dice Resendes-Muz, pues además de hermosas e increíbles fotografías de monedas y cuerpos celestes
ya conocidos, a penas sí se descubrieron dos o tres planetitas
errantes sin mayor relevancia en el inmenso mar de estrellas.
Ahora que se arrellana en su sillón, Resendes-Muz recuerda la
noche en que su equipo, un grupo de alumnos de doctorado
que trabaja con él, lo llamó para notificarle un nuevo cuerpo
encontrado en tales coordenadas. Rápidamente orientó su telescopio en casa, pero no vio nada. Cosas así no se descubren
todas las noches, pensó, y recorrió con su viejo Mústang las
ocho calles que separan el campus de su casa. Una vez ahí, vio
a través de la computadora ese diminuto punto nunca antes
visto. Sonrió, bebió el resto del café que le quedaba y regresó
a su casa.
La geometría del espacio juega inesperadas bromas: se estira,
se contrae, se dobla y en ocasiones esconde cosas o las cambia
de lugar. Resendes-Muz pensó que había sido un extraordinario golpe de suerte que la curvatura del espacio hubiera
sacado ese maravilloso punto y que él (su equipo) hubiera estado mirando justo en esa dirección. Comparó el hecho con
una muchacha que encuentra un único pendiente debajo de
la cama y se lo pone. La geometría del espacio es quizás tan
retorcida como la cabecita de esta muchacha que sale con su
único arete a coquetear por el parque casi como una travesura y sólo para ver quién es capaz de notarla.
A la noche siguiente regresó más temprano. Miró el punto y
le pareció magnífico. Pasó horas estudiando el entorno. Había
más, pero todos esos otros puntos eran planetas de un sistema
solar descubierto hacía no menos de treinta años. Su pequeño
sol en medio, qué ternura, pensó. Aquél punto era realmente
diferente al resto: era azul.
Un muchacho le trajo los resultados del análisis espectral que
aquella lucecilla celeste les concedió. Los miró, bebió un sorbo,
miró al muchacho que a su vez miró a los otros muchachos.
No cabe duda, dijo, ahí hay una atmósfera. ¡Oh, dicha del
explorador! Una joya escondida tanto tiempo había brotado
de las aguas turbias del retorcido espacio y había emergido
virtuosa, gallarda, resplandeciente y azul.
Los meses siguientes fueron de arduo trabajo. Por el día las
máquinas, por la noche los ojos cada vez más maravillados
de Resendes-Muz, quien no descansó hasta conseguir no sólo
una mejora en el sistema de lentes y espejos que forman el ojo
del telescopio-satélite, sino una misión para instalar sobre su
aparato el nuevo equipo.
Entre tanto conjeturó, como es natural, la existencia de vida
en aquel planeta al que llamó Malús, y Malús brilló como un
lucero en terrafirme, como la promesa de un barco para nuestro náufrago profesor. ¡Ah, desdichado destino, si tan sólo. . . !
El instrumento fue montado, calibrado y justo esta noche
Resendes-Muz tuvo por fin la dicha de echar a andar su ojo
estratosférico. Todo el equipo lo esperaba ya a las siete, ansioso de más Malús, y Malús lo esperaba ya impaciente por ser
descubierta. Resendes-Muz se sentó tranquilo en su sillón. Dio
instrucciones a sus alumnos, tomó sus lentes y se los puso con
excesivo cuidado. Sacó un papel doblado del bolsillo, digitó
las coordenadas y pidió que lo dejaran solo. Decepcionados,
los muchachos se retiraron. Ahora sólo quedaban él y Malús.
Hermosa Malús –dijo– dame esta noche sólo a mí tu luz.
Debemos aceptar que el trabajo de este genio es maravilloso. La imagen que la pantalla mostró se fue aclarando poco a
poco. Malús se desnudaba frente al tímido pero excitado profesor. Malús se materializó en una esfera azul llena de océanos,
de continentes verdes que se lograban entrever a través de
una capa de nubes. Malús mostró su atmósfera y un pequeño
objeto en ella, incrustado en su frontera, redondo, lleno de antenas y con un particular nombre (“Muz”) escrito en blanco
a un costado.
Nota: La luz, muy al contrario de lo que tanto tiempo se pensó, no viaja
en línea recta. De acuerdo con lo que aquel viejito de blancos cabellos
despeinados redactó en su tratado sobre la Nueva Mecánica Celeste, la
trayectoria de un haz luminoso errante es presa de la influencia de cuerpos enormes que retuercen el espacio, que actúan como lentes y refractan,
cambian, empujan o se tragan la luz.
No es que Resendes-Muz haya encontrado un espejo, sino que la curvatura del espacio es tal que en vez de doblarse, los rayos han dado vuelta
atrás, es decir, se han reflejado (¿Y no es esta la definición de un espejo?). En conclusión, Resendes-Muz ha encontrado un espejo.
Qué difícil describir lo que siente Resendes-Muz. Malús prometió dejarse mirar sólo por él y ahora resulta que no sólo no
es un planeta nunca antes visto, sino el planeta más visto. No
es extraño que Resendes-Muz se sienta traicionado por esta
pequeña que le ha guiñado el ojo y después se ha convertido
en su madre ¿Para qué tanto esfuerzo? ¡Ah, mi vieja Malús!
¡Cuánto empeño puse en descubrirte siendo tú mi vieja conocida!
Volvamos al presente. El Doctor Resendes-Muz es un tipo
serio. Sentado en su sillón mira su taza vacía. ¡Ah, por fin los
rayitos de luz en la ventana! Piensa en Malús, mira el reloj, suspira y da un fuerte golpe sobre el escritorio.
martes, 1 de diciembre de 2015
Homeomorfismos personales
Entre los matemáticos hay un chiste, que dicho sea de paso es malísimo:
se dice que un topólogo no distingue entre una taza y una dona, más aún, que
muerde la taza y sorbe la dona. El chistecito se refiere a que los topólogos
(en el estudio de sus triques y no en la vida real) consideran equivalentes
(homeomorfas) dos figuras que pueden deformarse de tal manera que la una
adquiera la forma de la otra. Por ejemplo, bajo esa lógica un triángulo es
equivalente a un círculo o a un rectángulo. Una esfera, a un cilindro (basta
pensar que las figuritas están hechas de plastilina). Además, durante estas
transformaciones nunca se deben hacer cortes ni hoyos. Así una pelota no será
equivalente a un aro.
La dona y la taza se transforman así:
Tan lejos está esto de la realidad, que mi amigo Luis, estudioso de esta
ciencia de transformaciones es adicto al café pero le chocan las donas.
Cierto día, para jugarle una broma, le propuse que en vez de que
anduviera tras los huesitos de Carla, se interesara por Gloria, una chica mucho
menos agraciada. Me gritó “¡estás loca!”. Yo le argumenté que topológicamente
eran equivalentes, que el homeomorfismo que las relacionaba se veía a leguas y
que no podía llamarse a sí mismo topólogo si no se convencía de ello.
Me miró largamente como buscando un argumento en su topología para
rebatir mi inesperada tesis. Buscó y rebuscó en toda su cabecita algún axioma,
algún lema. Vació y arregló todos los teoremas que se sabía, pero nada, no le
fueron suficientes. Herido su ego (su ego homeomorfo a un cerillo), se fue sin
decir nada.
Qué gran sorpresa al encontrarlos al día siguiente a ambos, a Luis y a
Gloria, en la cafetería platicando. A Luis se le veía por demás feliz, reía y
hacía reír a Gloria. Me sentí Celestina. Me imaginé que el muy ñoño… ¡No, no!
Más bien, que los muy ñoños hablaban sobre conjuntos abiertos y cerrados y
propiedades de nosequé y de nosecuánto. ¡Bah! La verdad me sentí celosa.
Unas horas más tarde llegó Luis corriendo, “¡te equivocaste, mensa!”.
“¿En qué? ¿por qué?” le pregunté. “No son homeomorfas: Gloria tiene un arete de
más”. Me quedé como tonta, no entendí. “Sí, eso quiere decir que en una misma
oreja tiene dos agujeros, Carlita no, así que no pueden ser equivalentes, ¡jaque
mate!”. Reímos como bobos.
miércoles, 4 de noviembre de 2015
Uxmal 74
Nadie puede negarlo, la
matemática es una suerte de alma que llevan las cosas. Su virtud consiste en
poseer los objetos una vez que es creada. No sé si siempre ha estado allí o uno
la deposita sobre un brócoli tras pensar en un fractal. ¿Son ellas las que se
fabrican pensando en la naturaleza? Nada de extraño habría entonces en que el
brócoli hubiera inspirado el fractal. Sin embargo nadie pensó en las abejas
cuando se creó el cálculo, y resulta que un panal sigue las reglas de la
optimización en cada una de sus celdas hexagonales. Extraña propiedad de los
objetos, rara enfermedad de las cosas, epidemia universal, la matemática es un
mal que todos (de algún modo) sufrimos.
Este aterrador espíritu
matemático que corre por la savia de las cosas, te llevó a escribir este día (o
esta noche, ¿cómo saberlo?) sobre este trozo de papel que has preservado ante
la desaparición de los muros y los suelos de tu casa. Atrapado en este (¿cómo
llamarlo?) laberinto sin puertas, sin paredes, sin día y sin noche, confías al
eterno movimiento que aquí circunda, la emisión de esta quizás última carta a
las manos extrañas de cualquier redentor de esperanza.
Comienza escribiendo tu
nombre,
Soy
Guillermo Alcázar, hace tres meses recibí una oferta de trabajo
en la empresa Tal, por lo que me vi obligado a cambiar mi domicilio a la
colonia Narvarte. Compré un pequeño departamento en el 74 de la calle Uxmal.
Ana Elena vivió conmigo. Fue ella quien escogió
el lugar, lo encontró en un anuncio en el periódico, así fue como nos hicimos
de esta planta.
Maldita la hora, piensas. Comienza
ahora a hablar sobre el descubrimiento.
Sobre cómo una tarde encontraste en la pared esa mancha negra, tras la puerta
que da a la sala en tu habitación. Sobre cómo la pintaste tres veces y tres
veces volvió a salir, con una necedad patológica, como un cáncer en las
paredes.
Al inicio no era más grande que una moneda de
diez pesos, pero pronto comenzó a crecer desmesuradamente. Su textura era
áspera y la rigidez del muro se vio poco a poco sustituida por la blanda
consistencia de una especie de gelatina negra. Llamé al plomero creyendo que se
trataba de un problema de salitre. Fue inútil: ni la cal, ni el yeso, ni el
Tirol, ni el sellador, ni nada pudo ocultar esa mancha por más de tres días.
Siguió creciendo y creciendo.
Ahora describe su peculiar
forma. Haz notar que a pesar de crecer, la figura completa tenía la misma
apariencia. Es decir, no era como una mancha de salitre, que muta cada vez que
se hace más grande, sino que conservaba su forma original, como un animal, como
un insecto plano, como un muñeco de nieve bidimensional, un asqueroso monigote
lleno de pelos. Esa era la silueta que la voraz mancha dibujaba sobre la pared.
Cuando ocupó toda la pared, el dibujo ya era lo
suficientemente grande para notar los detalles en sus bordes. Por una parte,
infinidad de manchas similares a la original –infinidad de muñecos– brotaban
con cierta armonía y excéntrica regularidad en todo su contorno. Algunas más
grandes que otras, que a su vez tenían ya el detalle de pequeñas manchas sobre
su propio contorno. Pequeños monigotes creciendo sobre otros monigotes,
creciendo sobre otros monigotes, ad infinitum. Pero además de
éstas, se notaba (primero con dificultad, ahora con claridad) regiones de
puntos que rodeaban cada muñeco de nieve formando figuras francamente hermosas,
entre las que tengo muy presente una que me hace pensar en infinitas colas de
hipocampos, dibujadas en todas las escalas, formando espirales.
Dejas por un momento la pluma
para mirar el muro (o lo que queda de él). Pareciera que la figura ha crecido
tanto que lo único que puedes ver ahora es esa hermosa zona de hipocampos, ese
mar de puntos negros sobre fondo azul. Has quedado hipnotizado por esa
perfección con la que cada nueva cola parece crecer junto con una nueva
espiral. Aceptas que en algún momento comenzaste a estudiar obsesivamente su
magnífica forma y pasaste horas, quizás días, escudriñando cada nuevo detalle,
registrando con dibujos las nuevas apariciones de muñecos de nieve, las nuevas
colas de hipocampos y otras formas que no has mencionado pero que están
incrustadas en tu memoria. Las revisas, las recuerdas a todas horas, te impiden
pensar en algo más. Y quizás si te detuvieras a reflexionar un poco te darías
cuenta de que ese fue el motivo real de tu desaparición del mundo, de la
separación de Ana Elena, quien no pudo aguantar ya más ni el asco que esa cosa
le producía ni tu imbécil empeño en su estudio, en su exhaustivo registro.
Dejaste de ir al trabajo, dejaste de salir, dejaste de vivir y sobre todo
dejaste que Ana Elena se largara por la puerta antes de que el famélico muñeco
se la comiera y ya no hubiera forma de salir. Dejaste que las ventanas se
llenaran de hipocampos y que la luz no volviera a entrar por ninguna rendija.
Un azul violáceo como luz de neón ilumina desde adentro a este monstruo que
confunde las paredes y el piso, que hace hoyos por doquier, que se ha tragado
de alguna manera cada mueble y ahora caminas descalzo por esa rugosa superficie.
Tus ropas están desgastadas por la fricción con su textura de lija, tu barba
creció y tus uñas sólo se desgastan cuando intentando escapar las hincas y
golpeas el lugar en que recuerdas que estaba la puerta o una ventana. Gritas,
pero esa mancha parece retener tu voz y multiplicarla infinitamente. A veces te
despiertan tus propios gritos amplificados y deformados. Vives de los restos de
comida que encuentras y apenas sí duermes sobre el muñeco de negra nieve, ahora
consciente de tu soledad, de tu arrepentimiento y de tu miedo.
Sé bien que no duraré mucho más. Tengo hambre,
sed, sueño. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que Ana Elena se fue. ¿Por qué
no me busca? Quizás esta cosa invadió el edificio entero, quizás la colonia, la
ciudad. Este monstruo no deja de moverse nunca, de crecer, de mostrarme la
infinitud de su frontera. No aguanto más. Confío a la voracidad de esta mancha
como los náufragos confían al mar sus botellas –qué simpático confiar en el
culpable–, el destino de esta carta que traerá sea mi salvación sea un
compañero.
P.D. Esbozo aquí un pequeño dibujo de la
mancha.
Guillermo Alcázar
El muñeco de nieve del que
habla Guillermo es un fractal, es decir una figura que es autosemejante, quiero decir con eso que cualquier parte de él
reproduce la imagen del total. Mejor aún, el muñeco de nieve es el padre de los fractales. Benoît
Maldelbrot, estudioso de estos objetos, propuso en la década de los setentas
este curioso hombre de nieve (este Yeti)
que lleva su nombre. Vuelvo entonces a mi pregunta original: ¿Son las
matemáticas independientes de la naturaleza? ¿Surgen de ella? ¿No es éste un
temible ejemplo de cómo los conceptos matemáticos, una vez definidos, se
posesionan, se instalan en los objetos sin posibilidad de exorcismo alguno?
Encuentro
Vine
a comer a la fonda donde tú acostumbras comer. Y aunque sé que acostumbras
venir, estoy rezando porque vengas hoy y a esta hora.
Soy el único en la fonda, y me he sentado de frente a la entrada como para no perderme tu entrada triunfal.
Soy el único en la fonda, y me he sentado de frente a la entrada como para no perderme tu entrada triunfal.
Digo "triunfal" porque has triunfado en tu indiferencia (¿cómo le haces?). La última vez que salimos (y que siendo sincero fue la primera) tu confesión me dejó francamente idiota: no dejé de pensar en ti durante una semana.
Mientras escribo esto pasan varias cosas: me sirven el pollo a la cazuela, me lo como, miro constantemente a la calle, y me siento realmente decepcionado. ¿Qué esperaba? ¿Que llegaras sonriendo y me saludaras con un beso? ¡Ni siquiera nos hemos besado!
Aunque pensándolo bien, ¿qué voy a decirte cuando des vueltas por esa puerta y me veas con el gran bocado que me acabo de llevar a la boca? Incluso contemplo la posibilidad de que sea odioso verme ahí, de que pienses que te estoy acosando, de que... No, así no se hacen las cosas (¿cómo entonces?). No tengo tu teléfono, no me atrevo a tocar a tu puerta, y por los demás medios ya ni caso me haces, ¡vaya lío!
Urgencia por largarme de una vez de ahí, antes de que aparezcas. Como los últimos bocados de pollo a la cazuela, bebo enérgicamente el último vaso con agua de jamaica, de una sola mordida me lleno el buche de gelatina verde al tiempo que con auténtica mímica pido la cuenta. Ya ni recibo el cambio y me levanto justo en el instante en que tú con toda la tranquilidad y frescura que te dan los días de sol sin escuela ni empleo entras llenando el lugar de esa luz que tiene tu mirada. Me quedo quietecito y escondo los ojos en lo más profundo de la bolsa del pantalón para que no notes mi presencia mientras te acomodas en la mesa a la que le doy la espalda. Salgo cuidadosamente y una vez afuera mi mano se desploma sobre mi cara como un bistec sudoroso.
Camino, quiero decir corro a lo largo de las calles, por mi cabeza cruzan todos los pensamientos del mundo apretujándose, como la gente en el vagón de metro al que llego y al cual me incrusto como mosca. Cuando por fin llego a mi casa, miro en mi libro de caras: "qué grosero".
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