Vine
a comer a la fonda donde tú acostumbras comer. Y aunque sé que acostumbras
venir, estoy rezando porque vengas hoy y a esta hora.
Soy el único en la fonda, y me he sentado de frente a la entrada como para no perderme tu entrada triunfal.
Soy el único en la fonda, y me he sentado de frente a la entrada como para no perderme tu entrada triunfal.
Digo "triunfal" porque has triunfado en tu indiferencia (¿cómo le haces?). La última vez que salimos (y que siendo sincero fue la primera) tu confesión me dejó francamente idiota: no dejé de pensar en ti durante una semana.
Mientras escribo esto pasan varias cosas: me sirven el pollo a la cazuela, me lo como, miro constantemente a la calle, y me siento realmente decepcionado. ¿Qué esperaba? ¿Que llegaras sonriendo y me saludaras con un beso? ¡Ni siquiera nos hemos besado!
Aunque pensándolo bien, ¿qué voy a decirte cuando des vueltas por esa puerta y me veas con el gran bocado que me acabo de llevar a la boca? Incluso contemplo la posibilidad de que sea odioso verme ahí, de que pienses que te estoy acosando, de que... No, así no se hacen las cosas (¿cómo entonces?). No tengo tu teléfono, no me atrevo a tocar a tu puerta, y por los demás medios ya ni caso me haces, ¡vaya lío!
Urgencia por largarme de una vez de ahí, antes de que aparezcas. Como los últimos bocados de pollo a la cazuela, bebo enérgicamente el último vaso con agua de jamaica, de una sola mordida me lleno el buche de gelatina verde al tiempo que con auténtica mímica pido la cuenta. Ya ni recibo el cambio y me levanto justo en el instante en que tú con toda la tranquilidad y frescura que te dan los días de sol sin escuela ni empleo entras llenando el lugar de esa luz que tiene tu mirada. Me quedo quietecito y escondo los ojos en lo más profundo de la bolsa del pantalón para que no notes mi presencia mientras te acomodas en la mesa a la que le doy la espalda. Salgo cuidadosamente y una vez afuera mi mano se desploma sobre mi cara como un bistec sudoroso.
Camino, quiero decir corro a lo largo de las calles, por mi cabeza cruzan todos los pensamientos del mundo apretujándose, como la gente en el vagón de metro al que llego y al cual me incrusto como mosca. Cuando por fin llego a mi casa, miro en mi libro de caras: "qué grosero".
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