jueves, 17 de diciembre de 2015

Curvatura




El Doctor Resendes-Muz es un tipo serio. Ha sido galardonado con varios premios que la Sociedad Científica Internacional ha tenido a bien darle. Es profesor emérito en la Facultad de Ciencias Naturales de la reconocida Universidad Estatal de X. Cuenta en su oficina con una preciosa colección de volúmenes rarísimos de tratados sobre tal y cual tema, un estante donde coloca su taza de café, un cuadro con la foto de una niña sentada en un escalón, un perchero, un escritorio atiborrado de papeles, un sillón reclinable y una pequeña mesa de centro sobre la que hay un hermoso cenicero de cristal. No tiene calefacción, ni televisión, ni radio y sobre todo no tiene hijos (“es una suerte” piensa a menudo) y su familia está demasiado lejos como para molestarlo.


Resendes-Muz se sienta en su sillón y suspira. Ha sido una noche agotadora, vaya que sí. Mira su reloj pulsera: las cuatro. Pronto llegarán los primeros rayitos de sol a tocar su ventana. No hay café pero tampoco hay sueño, puede seguir dando vueltas a esa imagen en su cabeza.

Hace muchos años, Resendes-Muz y un colega de la Facultad de Ingeniería diseñaron el telescopio que sustituyó al Hubble y que lleva su apellido Muz escrito con pintura blanca (“¡qué desgracia!”). Desde allá arriba el telescopio fue capaz de leer el año de emisión impreso en las monedas de diez centavos que hay tiradas en la calle. Sin embargo pasaron algunos años hasta que este instrumento, puesto en órbita, tuvo una utilidad real. Así dice Resendes-Muz, pues además de hermosas e increíbles fotografías de monedas y cuerpos celestes ya conocidos, a penas sí se descubrieron dos o tres planetitas errantes sin mayor relevancia en el inmenso mar de estrellas.

Ahora que se arrellana en su sillón, Resendes-Muz recuerda la noche en que su equipo, un grupo de alumnos de doctorado que trabaja con él, lo llamó para notificarle un nuevo cuerpo encontrado en tales coordenadas. Rápidamente orientó su telescopio en casa, pero no vio nada. Cosas así no se descubren todas las noches, pensó, y recorrió con su viejo Mústang las ocho calles que separan el campus de su casa. Una vez ahí, vio a través de la computadora ese diminuto punto nunca antes visto. Sonrió, bebió el resto del café que le quedaba y regresó a su casa.


La geometría del espacio juega inesperadas bromas: se estira, se contrae, se dobla y en ocasiones esconde cosas o las cambia de lugar. Resendes-Muz pensó que había sido un extraordinario golpe de suerte que la curvatura del espacio hubiera sacado ese maravilloso punto y que él (su equipo) hubiera estado mirando justo en esa dirección. Comparó el hecho con una muchacha que encuentra un único pendiente debajo de la cama y se lo pone. La geometría del espacio es quizás tan retorcida como la cabecita de esta muchacha que sale con su único arete a coquetear por el parque casi como una travesura y sólo para ver quién es capaz de notarla.


A la noche siguiente regresó más temprano. Miró el punto y le pareció magnífico. Pasó horas estudiando el entorno. Había más, pero todos esos otros puntos eran planetas de un sistema solar descubierto hacía no menos de treinta años. Su pequeño sol en medio, qué ternura, pensó. Aquél punto era realmente diferente al resto: era azul.


Un muchacho le trajo los resultados del análisis espectral que aquella lucecilla celeste les concedió. Los miró, bebió un sorbo, miró al muchacho que a su vez miró a los otros muchachos. No cabe duda, dijo, ahí hay una atmósfera. ¡Oh, dicha del explorador! Una joya escondida tanto tiempo había brotado de las aguas turbias del retorcido espacio y había emergido virtuosa, gallarda, resplandeciente y azul.


Los meses siguientes fueron de arduo trabajo. Por el día las máquinas, por la noche los ojos cada vez más maravillados de Resendes-Muz, quien no descansó hasta conseguir no sólo una mejora en el sistema de lentes y espejos que forman el ojo del telescopio-satélite, sino una misión para instalar sobre su aparato el nuevo equipo.

Entre tanto conjeturó, como es natural, la existencia de vida en aquel planeta al que llamó Malús, y Malús brilló como un lucero en terrafirme, como la promesa de un barco para nuestro náufrago profesor. ¡Ah, desdichado destino, si tan sólo. . . !

El instrumento fue montado, calibrado y justo esta noche Resendes-Muz tuvo por fin la dicha de echar a andar su ojo estratosférico. Todo el equipo lo esperaba ya a las siete, ansioso de más Malús, y Malús lo esperaba ya impaciente por ser descubierta. Resendes-Muz se sentó tranquilo en su sillón. Dio instrucciones a sus alumnos, tomó sus lentes y se los puso con excesivo cuidado. Sacó un papel doblado del bolsillo, digitó las coordenadas y pidió que lo dejaran solo. Decepcionados, los muchachos se retiraron. Ahora sólo quedaban él y Malús. Hermosa Malús –dijo– dame esta noche sólo a mí tu luz.

Debemos aceptar que el trabajo de este genio es maravilloso. La imagen que la pantalla mostró se fue aclarando poco a poco. Malús se desnudaba frente al tímido pero excitado profesor. Malús se materializó en una esfera azul llena de océanos, de continentes verdes que se lograban entrever a través de una capa de nubes. Malús mostró su atmósfera y un pequeño objeto en ella, incrustado en su frontera, redondo, lleno de antenas y con un particular nombre (“Muz”) escrito en blanco a un costado.


Nota: La luz, muy al contrario de lo que tanto tiempo se pensó, no viaja en línea recta. De acuerdo con lo que aquel viejito de blancos cabellos despeinados redactó en su tratado sobre la Nueva Mecánica Celeste, la trayectoria de un haz luminoso errante es presa de la influencia de cuerpos enormes que retuercen el espacio, que actúan como lentes y refractan, cambian, empujan o se tragan la luz.


No es que Resendes-Muz haya encontrado un espejo, sino que la curvatura del espacio es tal que en vez de doblarse, los rayos han dado vuelta atrás, es decir, se han reflejado (¿Y no es esta la definición de un espejo?). En conclusión, Resendes-Muz ha encontrado un espejo.


Qué difícil describir lo que siente Resendes-Muz. Malús prometió dejarse mirar sólo por él y ahora resulta que no sólo no es un planeta nunca antes visto, sino el planeta más visto. No es extraño que Resendes-Muz se sienta traicionado por esta pequeña que le ha guiñado el ojo y después se ha convertido en su madre ¿Para qué tanto esfuerzo? ¡Ah, mi vieja Malús! ¡Cuánto empeño puse en descubrirte siendo tú mi vieja conocida!



Volvamos al presente. El Doctor Resendes-Muz es un tipo serio. Sentado en su sillón mira su taza vacía. ¡Ah, por fin los rayitos de luz en la ventana! Piensa en Malús, mira el reloj, suspira y da un fuerte golpe sobre el escritorio. 

martes, 1 de diciembre de 2015

Homeomorfismos personales

Entre los matemáticos hay un chiste, que dicho sea de paso es malísimo: se dice que un topólogo no distingue entre una taza y una dona, más aún, que muerde la taza y sorbe la dona. El chistecito se refiere a que los topólogos (en el estudio de sus triques y no en la vida real) consideran equivalentes (homeomorfas) dos figuras que pueden deformarse de tal manera que la una adquiera la forma de la otra. Por ejemplo, bajo esa lógica un triángulo es equivalente a un círculo o a un rectángulo. Una esfera, a un cilindro (basta pensar que las figuritas están hechas de plastilina). Además, durante estas transformaciones nunca se deben hacer cortes ni hoyos. Así una pelota no será equivalente a un aro.

La dona y la taza se transforman así:



Tan lejos está esto de la realidad, que mi amigo Luis, estudioso de esta ciencia de transformaciones es adicto al café pero le chocan las donas.

Cierto día, para jugarle una broma, le propuse que en vez de que anduviera tras los huesitos de Carla, se interesara por Gloria, una chica mucho menos agraciada. Me gritó “¡estás loca!”. Yo le argumenté que topológicamente eran equivalentes, que el homeomorfismo que las relacionaba se veía a leguas y que no podía llamarse a sí mismo topólogo si no se convencía de ello.

Me miró largamente como buscando un argumento en su topología para rebatir mi inesperada tesis. Buscó y rebuscó en toda su cabecita algún axioma, algún lema. Vació y arregló todos los teoremas que se sabía, pero nada, no le fueron suficientes. Herido su ego (su ego homeomorfo a un cerillo), se fue sin decir nada.

Qué gran sorpresa al encontrarlos al día siguiente a ambos, a Luis y a Gloria, en la cafetería platicando. A Luis se le veía por demás feliz, reía y hacía reír a Gloria. Me sentí Celestina. Me imaginé que el muy ñoño… ¡No, no! Más bien, que los muy ñoños hablaban sobre conjuntos abiertos y cerrados y propiedades de nosequé y de nosecuánto. ¡Bah! La verdad me sentí celosa.


Unas horas más tarde llegó Luis corriendo, “¡te equivocaste, mensa!”. “¿En qué? ¿por qué?” le pregunté. “No son homeomorfas: Gloria tiene un arete de más”. Me quedé como tonta, no entendí. “Sí, eso quiere decir que en una misma oreja tiene dos agujeros, Carlita no, así que no pueden ser equivalentes, ¡jaque mate!”. Reímos como bobos.

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Uxmal 74

Nadie puede negarlo, la matemática es una suerte de alma que llevan las cosas. Su virtud consiste en poseer los objetos una vez que es creada. No sé si siempre ha estado allí o uno la deposita sobre un brócoli tras pensar en un fractal. ¿Son ellas las que se fabrican pensando en la naturaleza? Nada de extraño habría entonces en que el brócoli hubiera inspirado el fractal. Sin embargo nadie pensó en las abejas cuando se creó el cálculo, y resulta que un panal sigue las reglas de la optimización en cada una de sus celdas hexagonales. Extraña propiedad de los objetos, rara enfermedad de las cosas, epidemia universal, la matemática es un mal que todos (de algún modo) sufrimos.

Este aterrador espíritu matemático que corre por la savia de las cosas, te llevó a escribir este día (o esta noche, ¿cómo saberlo?) sobre este trozo de papel que has preservado ante la desaparición de los muros y los suelos de tu casa. Atrapado en este (¿cómo llamarlo?) laberinto sin puertas, sin paredes, sin día y sin noche, confías al eterno movimiento que aquí circunda, la emisión de esta quizás última carta a las manos extrañas de cualquier redentor de esperanza.

Comienza escribiendo tu nombre,
Soy  Guillermo Alcázar, hace tres meses recibí una oferta de trabajo en la empresa Tal, por lo que me vi obligado a cambiar mi domicilio a la colonia Narvarte. Compré un pequeño departamento en el 74 de la calle Uxmal.

Ana Elena vivió conmigo. Fue ella quien escogió el lugar, lo encontró en un anuncio en el periódico, así fue como nos hicimos de esta planta.

Maldita la hora, piensas. Comienza ahora a hablar sobre el descubrimiento. Sobre cómo una tarde encontraste en la pared esa mancha negra, tras la puerta que da a la sala en tu habitación. Sobre cómo la pintaste tres veces y tres veces volvió a salir, con una necedad patológica, como un cáncer en las paredes.

Al inicio no era más grande que una moneda de diez pesos, pero pronto comenzó a crecer desmesuradamente. Su textura era áspera y la rigidez del muro se vio poco a poco sustituida por la blanda consistencia de una especie de gelatina negra. Llamé al plomero creyendo que se trataba de un problema de salitre. Fue inútil: ni la cal, ni el yeso, ni el Tirol, ni el sellador, ni nada pudo ocultar esa mancha por más de tres días. Siguió creciendo y creciendo.

Ahora describe su peculiar forma. Haz notar que a pesar de crecer, la figura completa tenía la misma apariencia. Es decir, no era como una mancha de salitre, que muta cada vez que se hace más grande, sino que conservaba su forma original, como un animal, como un insecto plano, como un muñeco de nieve bidimensional, un asqueroso monigote lleno de pelos. Esa era la silueta que la voraz mancha dibujaba sobre la pared.

Cuando ocupó toda la pared, el dibujo ya era lo suficientemente grande para notar los detalles en sus bordes. Por una parte, infinidad de manchas similares a la original –infinidad de muñecos– brotaban con cierta armonía y excéntrica regularidad en todo su contorno. Algunas más grandes que otras, que a su vez tenían ya el detalle de pequeñas manchas sobre su propio contorno. Pequeños monigotes creciendo sobre otros monigotes, creciendo sobre otros monigotes, ad infinitum. Pero además de éstas, se notaba (primero con dificultad, ahora con claridad) regiones de puntos que rodeaban cada muñeco de nieve formando figuras francamente hermosas, entre las que tengo muy presente una que me hace pensar en infinitas colas de hipocampos, dibujadas en todas las escalas, formando espirales.

Dejas por un momento la pluma para mirar el muro (o lo que queda de él). Pareciera que la figura ha crecido tanto que lo único que puedes ver ahora es esa hermosa zona de hipocampos, ese mar de puntos negros sobre fondo azul. Has quedado hipnotizado por esa perfección con la que cada nueva cola parece crecer junto con una nueva espiral. Aceptas que en algún momento comenzaste a estudiar obsesivamente su magnífica forma y pasaste horas, quizás días, escudriñando cada nuevo detalle, registrando con dibujos las nuevas apariciones de muñecos de nieve, las nuevas colas de hipocampos y otras formas que no has mencionado pero que están incrustadas en tu memoria. Las revisas, las recuerdas a todas horas, te impiden pensar en algo más. Y quizás si te detuvieras a reflexionar un poco te darías cuenta de que ese fue el motivo real de tu desaparición del mundo, de la separación de Ana Elena, quien no pudo aguantar ya más ni el asco que esa cosa le producía ni tu imbécil empeño en su estudio, en su exhaustivo registro. Dejaste de ir al trabajo, dejaste de salir, dejaste de vivir y sobre todo dejaste que Ana Elena se largara por la puerta antes de que el famélico muñeco se la comiera y ya no hubiera forma de salir. Dejaste que las ventanas se llenaran de hipocampos y que la luz no volviera a entrar por ninguna rendija. Un azul violáceo como luz de neón ilumina desde adentro a este monstruo que confunde las paredes y el piso, que hace hoyos por doquier, que se ha tragado de alguna manera cada mueble y ahora caminas descalzo por esa rugosa superficie. Tus ropas están desgastadas por la fricción con su textura de lija, tu barba creció y tus uñas sólo se desgastan cuando intentando escapar las hincas y golpeas el lugar en que recuerdas que estaba la puerta o una ventana. Gritas, pero esa mancha parece retener tu voz y multiplicarla infinitamente. A veces te despiertan tus propios gritos amplificados y deformados. Vives de los restos de comida que encuentras y apenas sí duermes sobre el muñeco de negra nieve, ahora consciente de tu soledad, de tu arrepentimiento y de tu miedo.

Sé bien que no duraré mucho más. Tengo hambre, sed, sueño. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que Ana Elena se fue. ¿Por qué no me busca? Quizás esta cosa invadió el edificio entero, quizás la colonia, la ciudad. Este monstruo no deja de moverse nunca, de crecer, de mostrarme la infinitud de su frontera. No aguanto más. Confío a la voracidad de esta mancha como los náufragos confían al mar sus botellas –qué simpático confiar en el culpable–, el destino de esta carta que traerá sea mi salvación sea un compañero.

P.D. Esbozo aquí un pequeño dibujo de la mancha.
 Guillermo Alcázar



El muñeco de nieve del que habla Guillermo es un fractal, es decir una figura que es autosemejante, quiero decir con eso que cualquier parte de él reproduce la imagen del total. Mejor aún, el muñeco de nieve es el padre de los fractales. Benoît Maldelbrot, estudioso de estos objetos, propuso en la década de los setentas este curioso hombre de nieve (este Yeti) que lleva su nombre. Vuelvo entonces a mi pregunta original: ¿Son las matemáticas independientes de la naturaleza? ¿Surgen de ella? ¿No es éste un temible ejemplo de cómo los conceptos matemáticos, una vez definidos, se posesionan, se instalan en los objetos sin posibilidad de exorcismo alguno?

Encuentro

Vine a comer a la fonda donde tú acostumbras comer. Y aunque sé que acostumbras venir, estoy rezando porque vengas hoy y a esta hora.
Soy el único en la fonda, y me he sentado de frente a la entrada como para no perderme tu entrada triunfal.

Digo "triunfal" porque has triunfado en tu indiferencia (¿cómo le haces?). La última vez que salimos (y que siendo sincero fue la primera) tu confesión me dejó francamente idiota: no dejé de pensar en ti durante una semana.

Mientras escribo esto pasan varias cosas: me sirven el pollo a la cazuela, me lo como, miro constantemente a la calle, y me siento realmente decepcionado. ¿Qué esperaba? ¿Que llegaras sonriendo y me saludaras con un beso? ¡Ni siquiera nos hemos besado!

Aunque pensándolo bien, ¿qué voy a decirte cuando des vueltas por esa puerta y me veas con el gran bocado que me acabo de llevar a la boca? Incluso contemplo la posibilidad de que sea odioso verme ahí, de que pienses que te estoy acosando, de que... No, así no se hacen las cosas (¿cómo entonces?). No tengo tu teléfono, no me atrevo a tocar a tu puerta, y por los demás medios ya ni caso me haces, ¡vaya lío!

Urgencia por largarme de una vez de ahí, antes de que aparezcas. Como los últimos bocados de pollo a la cazuela, bebo enérgicamente el último vaso con agua de jamaica, de una sola mordida me lleno el buche de gelatina verde al tiempo que con auténtica mímica pido la cuenta. Ya ni recibo el cambio y me levanto justo en el instante en que tú con toda la tranquilidad y frescura que te dan los días de sol sin escuela ni empleo entras llenando el lugar de esa luz que tiene tu mirada. Me quedo quietecito y escondo los ojos en lo más profundo de la bolsa del pantalón para que no notes mi presencia mientras te acomodas en la mesa a la que le doy la espalda. Salgo cuidadosamente y una vez afuera mi mano se desploma sobre mi cara como un bistec sudoroso.
Camino, quiero decir corro a lo largo de las calles, por mi cabeza cruzan todos los pensamientos del mundo apretujándose, como la gente en el vagón de metro al que llego y al cual me incrusto como mosca. Cuando por fin llego a mi casa, miro en mi libro de caras: "qué grosero".

Cadáver exquisito

Luego de una loca pelea que tuve con María a propósito de la compra de un refrigerador, ella decidió hacer un pequeño viaje a Guanajuato. Ignoro si fue sola o acompañada, pero llevaba en su maleta ropa para una semana y ningún artículo de limpieza. “Necesito un break”, dijo y salió disparada el lunes por la mañana. Durante una semana me reconcilié con la casa vacía y no lavé ningún traste ni barrí un solo pelo. Cuando regresó con su sonrisa reluciente y limpia me aplastó con su bolsa de mano y anunció cual si le hubiera preguntado, que había pasado una semana increíble en un lugar increíble. Por supuesto inquirí si también había estado con alguien increíble, y ella sólo se limitó a señalar la bolsa que traía en las manos. “Te traje algo”, me dijo y acto seguido consiguió pasar catorce horas dormida sin que nada la despertara.
Me trajo una baratija de souvenir que compró en el museo de las momias. Un pequeño y amarillo ataúd que llevaba dentro a un pequeño y amarillo muerto momificado de yeso. El epitafio de ese pobre y amarillo hombrecito de cinco centímetros era “Por glotón”, escrito sobre la tapa del ataúd. Lo guardé en el cajón de mi escritorio seguro de que esa pequeña cripta no tenía otro lugar que el frío y aburrido cementerio de lápices y papeles que alguna vez fueron importantes.
Mas cuán grande sería mi sorpresa cuando al abrir el cajón una semana después encontré al pobre cadáver fuera del ataúd, sentado en una esquina mordiéndose las rodillas. De inmediato lo cerré y busqué por toda la casa a María para contárselo. La encontré, siguiendo el cable del teléfono, dentro del closet del cuarto para visitas. La llevé de la mano hasta mi estudio, abrí el cajón y nada, el cadáver de nuevo en su lugar, como si siempre hubiera estado ahí. María dijo cosas que no pude entender porque me encontraba impávido. Saqué el pequeño ataúd e intenté con mis dedos sacar al hombrecito. Imposible.
Lo llevaba conmigo a todos lados, para ver si en algún momento salía. Le ordené que saliera y luego se lo pedí amablemente y luego le rogué, le canté una canción para que me tuviera confianza. Nada, ahí seguía. Por las noches lo dejaba en el buró junto a la cama, de mi lado, y yo soñaba que se levantaba y de su tumba y comenzaba a caminar sobre mí y me mordía la nariz.
Comencé a notar que la fruta tenía diminutas mordidas, que el pedacito de queso que apropósito dejé sobre la mesa desapareció, que el ate dentro del viejo refrigerador estaba abierto y que los huesos de pollo en los restos de comida amanecían limpios. A su vez él estaba engordando y pronto dejaría de caber en su ataúd.

“Viene un amigo un par de días a la ciudad, se queda con nosotros” dijo autoritariamente María mientras colocaba tres ratoneras en la cocina. “¿Cuándo?” contesté más atento a ver dónde colocaba las trampas. “El sábado”.
Por fin sucedió, una noche me levanté y fui a la cocina so pretexto de tomar agua y ahí estaba, a punto de tomar el pedazo de jamón de la ratonera. Le dije con el dedo que no y él entendió. Lo tomé en mi mano y lo puse en la mesa mientras cortaba un pedacito de jamón. Él me veía, si se puede decir así, con las cuencas de su cráneo, tranquilamente, como si él también hubiera esperado ese encuentro entre los dos.
A partir de ese momento fuimos amigos. Él andaba libre por la casa y yo compraba pedazos de queso y jamón de todas las variedades y le daba a probar cada uno. Él apoyaba su esquelético y diminuto culito en la mesa y se dedicaba a escudriñar todo lo que le daba antes de devorarlo sin piedad. Luego, cuando ya había comido suficiente se quedaba sentado contemplándome. Yo le sonreía y creo que él esbozaba también un sonrisa con los huesos de su cara.
El sábado llegó Efrén de Guanajuato. María tenía la misma sonrisa reluciente y limpia de cuando llegó de su viaje. Efrén estuvo tres días en la casa, mismos que María pasó en el cuarto de visitas durante mis horas de oficina.

La tercera noche María se levantó de la cama so pretexto de tomar agua. Sobre la mesa de la cocina en la que ellos se dedicaron a poseerse sigilosamente estaba mi famélico amigo. Al día siguiente antes de que María azotara la puerta de entrada en mi nariz con una nueva maleta en la mano, encontré a mi hombrecito sobre la mesa echo un puré de yeso y pintura amarilla.