miércoles, 4 de noviembre de 2015

Cadáver exquisito

Luego de una loca pelea que tuve con María a propósito de la compra de un refrigerador, ella decidió hacer un pequeño viaje a Guanajuato. Ignoro si fue sola o acompañada, pero llevaba en su maleta ropa para una semana y ningún artículo de limpieza. “Necesito un break”, dijo y salió disparada el lunes por la mañana. Durante una semana me reconcilié con la casa vacía y no lavé ningún traste ni barrí un solo pelo. Cuando regresó con su sonrisa reluciente y limpia me aplastó con su bolsa de mano y anunció cual si le hubiera preguntado, que había pasado una semana increíble en un lugar increíble. Por supuesto inquirí si también había estado con alguien increíble, y ella sólo se limitó a señalar la bolsa que traía en las manos. “Te traje algo”, me dijo y acto seguido consiguió pasar catorce horas dormida sin que nada la despertara.
Me trajo una baratija de souvenir que compró en el museo de las momias. Un pequeño y amarillo ataúd que llevaba dentro a un pequeño y amarillo muerto momificado de yeso. El epitafio de ese pobre y amarillo hombrecito de cinco centímetros era “Por glotón”, escrito sobre la tapa del ataúd. Lo guardé en el cajón de mi escritorio seguro de que esa pequeña cripta no tenía otro lugar que el frío y aburrido cementerio de lápices y papeles que alguna vez fueron importantes.
Mas cuán grande sería mi sorpresa cuando al abrir el cajón una semana después encontré al pobre cadáver fuera del ataúd, sentado en una esquina mordiéndose las rodillas. De inmediato lo cerré y busqué por toda la casa a María para contárselo. La encontré, siguiendo el cable del teléfono, dentro del closet del cuarto para visitas. La llevé de la mano hasta mi estudio, abrí el cajón y nada, el cadáver de nuevo en su lugar, como si siempre hubiera estado ahí. María dijo cosas que no pude entender porque me encontraba impávido. Saqué el pequeño ataúd e intenté con mis dedos sacar al hombrecito. Imposible.
Lo llevaba conmigo a todos lados, para ver si en algún momento salía. Le ordené que saliera y luego se lo pedí amablemente y luego le rogué, le canté una canción para que me tuviera confianza. Nada, ahí seguía. Por las noches lo dejaba en el buró junto a la cama, de mi lado, y yo soñaba que se levantaba y de su tumba y comenzaba a caminar sobre mí y me mordía la nariz.
Comencé a notar que la fruta tenía diminutas mordidas, que el pedacito de queso que apropósito dejé sobre la mesa desapareció, que el ate dentro del viejo refrigerador estaba abierto y que los huesos de pollo en los restos de comida amanecían limpios. A su vez él estaba engordando y pronto dejaría de caber en su ataúd.

“Viene un amigo un par de días a la ciudad, se queda con nosotros” dijo autoritariamente María mientras colocaba tres ratoneras en la cocina. “¿Cuándo?” contesté más atento a ver dónde colocaba las trampas. “El sábado”.
Por fin sucedió, una noche me levanté y fui a la cocina so pretexto de tomar agua y ahí estaba, a punto de tomar el pedazo de jamón de la ratonera. Le dije con el dedo que no y él entendió. Lo tomé en mi mano y lo puse en la mesa mientras cortaba un pedacito de jamón. Él me veía, si se puede decir así, con las cuencas de su cráneo, tranquilamente, como si él también hubiera esperado ese encuentro entre los dos.
A partir de ese momento fuimos amigos. Él andaba libre por la casa y yo compraba pedazos de queso y jamón de todas las variedades y le daba a probar cada uno. Él apoyaba su esquelético y diminuto culito en la mesa y se dedicaba a escudriñar todo lo que le daba antes de devorarlo sin piedad. Luego, cuando ya había comido suficiente se quedaba sentado contemplándome. Yo le sonreía y creo que él esbozaba también un sonrisa con los huesos de su cara.
El sábado llegó Efrén de Guanajuato. María tenía la misma sonrisa reluciente y limpia de cuando llegó de su viaje. Efrén estuvo tres días en la casa, mismos que María pasó en el cuarto de visitas durante mis horas de oficina.

La tercera noche María se levantó de la cama so pretexto de tomar agua. Sobre la mesa de la cocina en la que ellos se dedicaron a poseerse sigilosamente estaba mi famélico amigo. Al día siguiente antes de que María azotara la puerta de entrada en mi nariz con una nueva maleta en la mano, encontré a mi hombrecito sobre la mesa echo un puré de yeso y pintura amarilla.

No hay comentarios: