Luego
de una loca pelea que tuve con María a propósito de la compra de un refrigerador,
ella decidió hacer un pequeño viaje a Guanajuato. Ignoro si fue sola o
acompañada, pero llevaba en su maleta ropa para una semana y ningún artículo de
limpieza. “Necesito un break”, dijo y salió disparada el lunes por la
mañana. Durante una semana me reconcilié con la casa vacía y no lavé ningún
traste ni barrí un solo pelo. Cuando regresó con su sonrisa reluciente y limpia
me aplastó con su bolsa de mano y anunció cual si le hubiera preguntado, que
había pasado una semana increíble en un lugar increíble. Por supuesto inquirí
si también había estado con alguien increíble, y ella sólo se limitó a señalar
la bolsa que traía en las manos. “Te traje algo”, me dijo y acto seguido
consiguió pasar catorce horas dormida sin que nada la despertara.
Me
trajo una baratija de souvenir que compró en el museo de las momias. Un
pequeño y amarillo ataúd que llevaba dentro a un pequeño y amarillo muerto
momificado de yeso. El epitafio de ese pobre y amarillo hombrecito de cinco
centímetros era “Por glotón”, escrito sobre la tapa del ataúd. Lo guardé en el
cajón de mi escritorio seguro de que esa pequeña cripta no tenía otro lugar que
el frío y aburrido cementerio de lápices y papeles que alguna vez fueron
importantes.
Mas
cuán grande sería mi sorpresa cuando al abrir el cajón una semana después encontré
al pobre cadáver fuera del ataúd, sentado en una esquina mordiéndose las
rodillas. De inmediato lo cerré y busqué por toda la casa a María para contárselo.
La encontré, siguiendo el cable del teléfono, dentro del closet del cuarto para
visitas. La llevé de la mano hasta mi estudio, abrí el cajón y nada, el cadáver
de nuevo en su lugar, como si siempre hubiera estado ahí. María dijo cosas que
no pude entender porque me encontraba impávido. Saqué el pequeño ataúd e
intenté con mis dedos sacar al hombrecito. Imposible.
Lo
llevaba conmigo a todos lados, para ver si en algún momento salía. Le ordené que
saliera y luego se lo pedí amablemente y luego le rogué, le canté una canción
para que me tuviera confianza. Nada, ahí seguía. Por las noches lo dejaba en el
buró junto a la cama, de mi lado, y yo soñaba que se levantaba y de su tumba y
comenzaba a caminar sobre mí y me mordía la nariz.
Comencé
a notar que la fruta tenía diminutas mordidas, que el pedacito de queso que
apropósito dejé sobre la mesa desapareció, que el ate dentro del viejo refrigerador
estaba abierto y que los huesos de pollo en los restos de comida amanecían
limpios. A su vez él estaba engordando y pronto dejaría de caber en su ataúd.
“Viene
un amigo un par de días a la ciudad, se queda con nosotros” dijo autoritariamente
María mientras colocaba tres ratoneras en la cocina. “¿Cuándo?” contesté más
atento a ver dónde colocaba las trampas. “El sábado”.
Por
fin sucedió, una noche me levanté y fui a la cocina so pretexto de tomar agua y
ahí estaba, a punto de tomar el pedazo de jamón de la ratonera. Le dije con el dedo
que no y él entendió. Lo tomé en mi mano y lo puse en la mesa mientras cortaba
un pedacito de jamón. Él me veía, si se puede decir así, con las cuencas de su
cráneo, tranquilamente, como si él también hubiera esperado ese encuentro entre
los dos.
A
partir de ese momento fuimos amigos. Él andaba libre por la casa y yo compraba pedazos
de queso y jamón de todas las variedades y le daba a probar cada uno. Él
apoyaba su esquelético y diminuto culito en la mesa y se dedicaba a escudriñar
todo lo que le daba antes de devorarlo sin piedad. Luego, cuando ya había
comido suficiente se quedaba sentado contemplándome. Yo le sonreía y creo que
él esbozaba también un sonrisa con los huesos de su cara.
El
sábado llegó Efrén de Guanajuato. María tenía la misma sonrisa reluciente y limpia
de cuando llegó de su viaje. Efrén estuvo tres días en la casa, mismos que
María pasó en el cuarto de visitas durante mis horas de oficina.
La tercera noche
María se levantó de la cama so pretexto de tomar agua. Sobre la mesa de la
cocina en la que ellos se dedicaron a poseerse sigilosamente estaba mi famélico
amigo. Al día siguiente antes de que María azotara la puerta de entrada en mi
nariz con una nueva maleta en la mano, encontré a mi hombrecito sobre la mesa
echo un puré de yeso y pintura amarilla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario