miércoles, 4 de noviembre de 2015

Uxmal 74

Nadie puede negarlo, la matemática es una suerte de alma que llevan las cosas. Su virtud consiste en poseer los objetos una vez que es creada. No sé si siempre ha estado allí o uno la deposita sobre un brócoli tras pensar en un fractal. ¿Son ellas las que se fabrican pensando en la naturaleza? Nada de extraño habría entonces en que el brócoli hubiera inspirado el fractal. Sin embargo nadie pensó en las abejas cuando se creó el cálculo, y resulta que un panal sigue las reglas de la optimización en cada una de sus celdas hexagonales. Extraña propiedad de los objetos, rara enfermedad de las cosas, epidemia universal, la matemática es un mal que todos (de algún modo) sufrimos.

Este aterrador espíritu matemático que corre por la savia de las cosas, te llevó a escribir este día (o esta noche, ¿cómo saberlo?) sobre este trozo de papel que has preservado ante la desaparición de los muros y los suelos de tu casa. Atrapado en este (¿cómo llamarlo?) laberinto sin puertas, sin paredes, sin día y sin noche, confías al eterno movimiento que aquí circunda, la emisión de esta quizás última carta a las manos extrañas de cualquier redentor de esperanza.

Comienza escribiendo tu nombre,
Soy  Guillermo Alcázar, hace tres meses recibí una oferta de trabajo en la empresa Tal, por lo que me vi obligado a cambiar mi domicilio a la colonia Narvarte. Compré un pequeño departamento en el 74 de la calle Uxmal.

Ana Elena vivió conmigo. Fue ella quien escogió el lugar, lo encontró en un anuncio en el periódico, así fue como nos hicimos de esta planta.

Maldita la hora, piensas. Comienza ahora a hablar sobre el descubrimiento. Sobre cómo una tarde encontraste en la pared esa mancha negra, tras la puerta que da a la sala en tu habitación. Sobre cómo la pintaste tres veces y tres veces volvió a salir, con una necedad patológica, como un cáncer en las paredes.

Al inicio no era más grande que una moneda de diez pesos, pero pronto comenzó a crecer desmesuradamente. Su textura era áspera y la rigidez del muro se vio poco a poco sustituida por la blanda consistencia de una especie de gelatina negra. Llamé al plomero creyendo que se trataba de un problema de salitre. Fue inútil: ni la cal, ni el yeso, ni el Tirol, ni el sellador, ni nada pudo ocultar esa mancha por más de tres días. Siguió creciendo y creciendo.

Ahora describe su peculiar forma. Haz notar que a pesar de crecer, la figura completa tenía la misma apariencia. Es decir, no era como una mancha de salitre, que muta cada vez que se hace más grande, sino que conservaba su forma original, como un animal, como un insecto plano, como un muñeco de nieve bidimensional, un asqueroso monigote lleno de pelos. Esa era la silueta que la voraz mancha dibujaba sobre la pared.

Cuando ocupó toda la pared, el dibujo ya era lo suficientemente grande para notar los detalles en sus bordes. Por una parte, infinidad de manchas similares a la original –infinidad de muñecos– brotaban con cierta armonía y excéntrica regularidad en todo su contorno. Algunas más grandes que otras, que a su vez tenían ya el detalle de pequeñas manchas sobre su propio contorno. Pequeños monigotes creciendo sobre otros monigotes, creciendo sobre otros monigotes, ad infinitum. Pero además de éstas, se notaba (primero con dificultad, ahora con claridad) regiones de puntos que rodeaban cada muñeco de nieve formando figuras francamente hermosas, entre las que tengo muy presente una que me hace pensar en infinitas colas de hipocampos, dibujadas en todas las escalas, formando espirales.

Dejas por un momento la pluma para mirar el muro (o lo que queda de él). Pareciera que la figura ha crecido tanto que lo único que puedes ver ahora es esa hermosa zona de hipocampos, ese mar de puntos negros sobre fondo azul. Has quedado hipnotizado por esa perfección con la que cada nueva cola parece crecer junto con una nueva espiral. Aceptas que en algún momento comenzaste a estudiar obsesivamente su magnífica forma y pasaste horas, quizás días, escudriñando cada nuevo detalle, registrando con dibujos las nuevas apariciones de muñecos de nieve, las nuevas colas de hipocampos y otras formas que no has mencionado pero que están incrustadas en tu memoria. Las revisas, las recuerdas a todas horas, te impiden pensar en algo más. Y quizás si te detuvieras a reflexionar un poco te darías cuenta de que ese fue el motivo real de tu desaparición del mundo, de la separación de Ana Elena, quien no pudo aguantar ya más ni el asco que esa cosa le producía ni tu imbécil empeño en su estudio, en su exhaustivo registro. Dejaste de ir al trabajo, dejaste de salir, dejaste de vivir y sobre todo dejaste que Ana Elena se largara por la puerta antes de que el famélico muñeco se la comiera y ya no hubiera forma de salir. Dejaste que las ventanas se llenaran de hipocampos y que la luz no volviera a entrar por ninguna rendija. Un azul violáceo como luz de neón ilumina desde adentro a este monstruo que confunde las paredes y el piso, que hace hoyos por doquier, que se ha tragado de alguna manera cada mueble y ahora caminas descalzo por esa rugosa superficie. Tus ropas están desgastadas por la fricción con su textura de lija, tu barba creció y tus uñas sólo se desgastan cuando intentando escapar las hincas y golpeas el lugar en que recuerdas que estaba la puerta o una ventana. Gritas, pero esa mancha parece retener tu voz y multiplicarla infinitamente. A veces te despiertan tus propios gritos amplificados y deformados. Vives de los restos de comida que encuentras y apenas sí duermes sobre el muñeco de negra nieve, ahora consciente de tu soledad, de tu arrepentimiento y de tu miedo.

Sé bien que no duraré mucho más. Tengo hambre, sed, sueño. No sé cuánto tiempo ha pasado desde que Ana Elena se fue. ¿Por qué no me busca? Quizás esta cosa invadió el edificio entero, quizás la colonia, la ciudad. Este monstruo no deja de moverse nunca, de crecer, de mostrarme la infinitud de su frontera. No aguanto más. Confío a la voracidad de esta mancha como los náufragos confían al mar sus botellas –qué simpático confiar en el culpable–, el destino de esta carta que traerá sea mi salvación sea un compañero.

P.D. Esbozo aquí un pequeño dibujo de la mancha.
 Guillermo Alcázar



El muñeco de nieve del que habla Guillermo es un fractal, es decir una figura que es autosemejante, quiero decir con eso que cualquier parte de él reproduce la imagen del total. Mejor aún, el muñeco de nieve es el padre de los fractales. Benoît Maldelbrot, estudioso de estos objetos, propuso en la década de los setentas este curioso hombre de nieve (este Yeti) que lleva su nombre. Vuelvo entonces a mi pregunta original: ¿Son las matemáticas independientes de la naturaleza? ¿Surgen de ella? ¿No es éste un temible ejemplo de cómo los conceptos matemáticos, una vez definidos, se posesionan, se instalan en los objetos sin posibilidad de exorcismo alguno?

Encuentro

Vine a comer a la fonda donde tú acostumbras comer. Y aunque sé que acostumbras venir, estoy rezando porque vengas hoy y a esta hora.
Soy el único en la fonda, y me he sentado de frente a la entrada como para no perderme tu entrada triunfal.

Digo "triunfal" porque has triunfado en tu indiferencia (¿cómo le haces?). La última vez que salimos (y que siendo sincero fue la primera) tu confesión me dejó francamente idiota: no dejé de pensar en ti durante una semana.

Mientras escribo esto pasan varias cosas: me sirven el pollo a la cazuela, me lo como, miro constantemente a la calle, y me siento realmente decepcionado. ¿Qué esperaba? ¿Que llegaras sonriendo y me saludaras con un beso? ¡Ni siquiera nos hemos besado!

Aunque pensándolo bien, ¿qué voy a decirte cuando des vueltas por esa puerta y me veas con el gran bocado que me acabo de llevar a la boca? Incluso contemplo la posibilidad de que sea odioso verme ahí, de que pienses que te estoy acosando, de que... No, así no se hacen las cosas (¿cómo entonces?). No tengo tu teléfono, no me atrevo a tocar a tu puerta, y por los demás medios ya ni caso me haces, ¡vaya lío!

Urgencia por largarme de una vez de ahí, antes de que aparezcas. Como los últimos bocados de pollo a la cazuela, bebo enérgicamente el último vaso con agua de jamaica, de una sola mordida me lleno el buche de gelatina verde al tiempo que con auténtica mímica pido la cuenta. Ya ni recibo el cambio y me levanto justo en el instante en que tú con toda la tranquilidad y frescura que te dan los días de sol sin escuela ni empleo entras llenando el lugar de esa luz que tiene tu mirada. Me quedo quietecito y escondo los ojos en lo más profundo de la bolsa del pantalón para que no notes mi presencia mientras te acomodas en la mesa a la que le doy la espalda. Salgo cuidadosamente y una vez afuera mi mano se desploma sobre mi cara como un bistec sudoroso.
Camino, quiero decir corro a lo largo de las calles, por mi cabeza cruzan todos los pensamientos del mundo apretujándose, como la gente en el vagón de metro al que llego y al cual me incrusto como mosca. Cuando por fin llego a mi casa, miro en mi libro de caras: "qué grosero".

Cadáver exquisito

Luego de una loca pelea que tuve con María a propósito de la compra de un refrigerador, ella decidió hacer un pequeño viaje a Guanajuato. Ignoro si fue sola o acompañada, pero llevaba en su maleta ropa para una semana y ningún artículo de limpieza. “Necesito un break”, dijo y salió disparada el lunes por la mañana. Durante una semana me reconcilié con la casa vacía y no lavé ningún traste ni barrí un solo pelo. Cuando regresó con su sonrisa reluciente y limpia me aplastó con su bolsa de mano y anunció cual si le hubiera preguntado, que había pasado una semana increíble en un lugar increíble. Por supuesto inquirí si también había estado con alguien increíble, y ella sólo se limitó a señalar la bolsa que traía en las manos. “Te traje algo”, me dijo y acto seguido consiguió pasar catorce horas dormida sin que nada la despertara.
Me trajo una baratija de souvenir que compró en el museo de las momias. Un pequeño y amarillo ataúd que llevaba dentro a un pequeño y amarillo muerto momificado de yeso. El epitafio de ese pobre y amarillo hombrecito de cinco centímetros era “Por glotón”, escrito sobre la tapa del ataúd. Lo guardé en el cajón de mi escritorio seguro de que esa pequeña cripta no tenía otro lugar que el frío y aburrido cementerio de lápices y papeles que alguna vez fueron importantes.
Mas cuán grande sería mi sorpresa cuando al abrir el cajón una semana después encontré al pobre cadáver fuera del ataúd, sentado en una esquina mordiéndose las rodillas. De inmediato lo cerré y busqué por toda la casa a María para contárselo. La encontré, siguiendo el cable del teléfono, dentro del closet del cuarto para visitas. La llevé de la mano hasta mi estudio, abrí el cajón y nada, el cadáver de nuevo en su lugar, como si siempre hubiera estado ahí. María dijo cosas que no pude entender porque me encontraba impávido. Saqué el pequeño ataúd e intenté con mis dedos sacar al hombrecito. Imposible.
Lo llevaba conmigo a todos lados, para ver si en algún momento salía. Le ordené que saliera y luego se lo pedí amablemente y luego le rogué, le canté una canción para que me tuviera confianza. Nada, ahí seguía. Por las noches lo dejaba en el buró junto a la cama, de mi lado, y yo soñaba que se levantaba y de su tumba y comenzaba a caminar sobre mí y me mordía la nariz.
Comencé a notar que la fruta tenía diminutas mordidas, que el pedacito de queso que apropósito dejé sobre la mesa desapareció, que el ate dentro del viejo refrigerador estaba abierto y que los huesos de pollo en los restos de comida amanecían limpios. A su vez él estaba engordando y pronto dejaría de caber en su ataúd.

“Viene un amigo un par de días a la ciudad, se queda con nosotros” dijo autoritariamente María mientras colocaba tres ratoneras en la cocina. “¿Cuándo?” contesté más atento a ver dónde colocaba las trampas. “El sábado”.
Por fin sucedió, una noche me levanté y fui a la cocina so pretexto de tomar agua y ahí estaba, a punto de tomar el pedazo de jamón de la ratonera. Le dije con el dedo que no y él entendió. Lo tomé en mi mano y lo puse en la mesa mientras cortaba un pedacito de jamón. Él me veía, si se puede decir así, con las cuencas de su cráneo, tranquilamente, como si él también hubiera esperado ese encuentro entre los dos.
A partir de ese momento fuimos amigos. Él andaba libre por la casa y yo compraba pedazos de queso y jamón de todas las variedades y le daba a probar cada uno. Él apoyaba su esquelético y diminuto culito en la mesa y se dedicaba a escudriñar todo lo que le daba antes de devorarlo sin piedad. Luego, cuando ya había comido suficiente se quedaba sentado contemplándome. Yo le sonreía y creo que él esbozaba también un sonrisa con los huesos de su cara.
El sábado llegó Efrén de Guanajuato. María tenía la misma sonrisa reluciente y limpia de cuando llegó de su viaje. Efrén estuvo tres días en la casa, mismos que María pasó en el cuarto de visitas durante mis horas de oficina.

La tercera noche María se levantó de la cama so pretexto de tomar agua. Sobre la mesa de la cocina en la que ellos se dedicaron a poseerse sigilosamente estaba mi famélico amigo. Al día siguiente antes de que María azotara la puerta de entrada en mi nariz con una nueva maleta en la mano, encontré a mi hombrecito sobre la mesa echo un puré de yeso y pintura amarilla.

La enfermedad

Leo está enfermo. Está tan enfermo que más parece que la enfermedad lo padece a él. ¿De qué está enfermo? No es importante. Lo que sí importa es que sólo quedan pocos días antes de que la cama lo abrace para siempre.

Decide entonces que debe hacer un testamento, que el trabajo no tiene ya mayor importancia que el afore, o que el pago de la luz. Que los hijos entenderán. Bueno, lo entenderían si tuviera hijos. Se lamenta por ello.

Le habría gustado ir a casa de mamá, sentarse en sus piernas y llorar un largo rato. Pero mamá murió hace mucho. Lo mismo papá. Lo mismo Lola, la prima con la que una vez hace (aquí hace una pausa en sus pensamientos "parecen décadas") años tuvo un pequeño affaire. Tampoco Chepi la perrita que le hizo compañía una década y media. Ni Adelita la hija de don Andrés que vivía en el piso de abajo. Todos muertos, ¡qué deprimente! piensa, y se echa agua en la cara. A decir verdad no sabe de nadie que siga vivo, ningún amigo, ningún vecino. El doctor podría ser su amigo.

Sale de su casa y llega al hospital. En él no hay ningún doctor Álvarez, ni ninguna enfermera lo recibe ni ningún policía le abre la puerta.


¿Qué diablos pasa aquí? Se pregunta, ¿adónde se fueron todos? ¿cuándo se fueron todos? Pero no. Quien se ha ido es él.

Envoltura

Vienes a mí y yo te envuelvo con mis brazos, con esa manía idiota de los hombres de envolverlo todo. Primero envolvimos la casa porque dentro de nuestra envoltura nadie podía vernos a la hora de amarnos. Luego con esa misma manía envolvimos los pies, ahora la moda es el condón.

Te envuelvo con mis brazos, con mis piernas para que no tengas frío aunque estés sudando, para que no te puedas soltar de este abrazo incómodamente tierno. Te envuelvo también con la mirada cuando desnuda te levantas para cerrar la puerta, para envolvernos en este cuarto que se asfixia de nuestro olor y de nuestros ruidos.


Todo es envoltura en mí, hasta esta piel que envuelve ridículamente un corazón deforme y elástico que crece cuando tú lo envuelves, que espera cuando tú no vuelves.