miércoles, 4 de noviembre de 2015

La máquina

Querido amigo John,
He recibido ayer por correo postal un paquete proveniente de Berlín. Se trata de un valioso objeto que compré por correspondencia en una famosa página de compras cibernéticas: un detector de mentiras. El aparato es negro y cuadrado y cuenta con un angosto aro metálico a través del cual debe uno pasar el dedo meñique. Mis diminutos conocimientos del alemán y mi gran inteligencia me permitieron comprender que el funcionamiento de este artefacto se debe al cambio repentino en la presión arterial cuando se dice deliberadamente una mentira. Lo puse a prueba: metí el dedo pequeño en el aro y medité sobre la frase que debía decir mientras el artefacto calibraba sus instrumentos de medición. Muy al contrario de lo que tú amigo habrías hecho, yo dije, en cuanto todo estuvo preparado, una gran verdad: "Tengo un hijo William". El aparato no hizo ningún ruido, era de esperarse.

A temprana edad mi madre me dijo que debía palpar todo mi cuerpo para conocerlo en la salud y con el propósito de que si algún día había escondida por ahí alguna anomalía, ésta fuese inmediatamente identificada. Por eso mismo, amigo mío, en vez de aventurarme a decir una tajante mentira, he comprobado primeramente que todo estaba en orden.

Seguramente, amigo mío, coincidirás conmigo en que el razonamiento nos conduce a decir ahora una mentira leve, apenas perceptible para el cuerpo. Aposté por "hoy me he levantado a las nueve menos cuarto". Sonó un repique dentro de la máquina. En efecto, el camión de la basura hace que diariamente me levanta a las nueve menos diez. Aquí pensé que tal vez convendría, antes de decir la Gran Mentira, enunciar una verdad a medias, una frase sin juicio de verdad o falsedad, sólo para observar el comportamiento de la máquina, algo como ese famoso "yo siempre miento". Pero después claudiqué, estos objetos no están preparados para filosofar en torno a una frase truculenta, se descompondría inmediatamente.
Así que me resolví a decirlo: "Mi nombre es Herr Adolf Hitler". La Gran Mentira estaba dicha, era hora de que una sirena estruendosa rompiera la caja negra que tenía frente a mí, que los resortes en su interior brincaran y rechinaran anunciando una dolorosa alarma ante semejante injurio. Que una descarga de doscientos voltios golpeara mi dedo meñique o una filosísima cuchilla lo rebanara. Pero no. No ocurrió nada.

Muerto de vergüenza y pena, saqué mi dedo, subí corriendo las escaleras y me encerré en mi dormitorio. Ahí a oscuras comencé a llorar en silencio, luego con grandes estertores y finalmente a gritos. ¿Cómo era posible? ¿Por qué no me habría dado cuenta antes de semejante verdad? ¿Qué castigo estaba yo pagando para que La Gran Mentira fuera ya no más una mentira sino una Gran Verdad? "¡Maldito mi nombre!" grité y golpeé la pared con el puño. Esos tipos que han marcado la historia con su puño son siempre genios, han sido mentes maestras que se las han arreglado para huir de los atentados y burlar a la muerte y en cambio dar muerte a cuanto ser humano miran andar sin su control, sin miedo, sin doblegarse a sus pies. ¿Qué sabía yo de la muerte del fürer? Nada en concreto, sólo teorías que hablan de un disparo a quemarropa por uno de sus más allegados comandantes, la historia de un suicidio en el bunker central, el cuerpo incinerado inmediatamente, pero ninguna prueba, nada demostrado, sólo conjeturas e hipótesis que sólo me hacían pensar más y más que era yo, que ese maldito se había metido en mí de alguna manera y sin que yo me diera cuenta estaba dentro de mí, y miraba por mis ojos y respiraba por mi boca jadeante y al mirarme al espejo era yo, pero sin ser yo, sin ver que no era mi puño el puño que golpeaba con tanta fuerza el espejo, una increíble fuerza de la que yo no soy capaz, que hizo añicos los añicos del espejo y que sangraba mi sangre sin que ése dentro de mí se retorciera de dolor como yo, que caí de rodillas, como yo, que era en ese momento un cascarón con un engendro adentro.

Desde entonces estoy en mi dormitorio, no he salido pues tengo vergüenza de lo que ocurre dentro de mí, de quien soy en realidad, de quien se oculta de alguna manera dentro de mí. No puedo salir, amigo, ven, consuélame esta pena que me hace pensar en el suicidio, amigo, ayúdame.

Adolf.

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