Querido amigo John,
He recibido ayer
por correo postal un paquete proveniente de Berlín. Se trata de un valioso
objeto que compré por correspondencia en una famosa página de compras
cibernéticas: un detector de mentiras. El aparato es negro y cuadrado y cuenta
con un angosto aro metálico a través del cual debe uno pasar el dedo meñique.
Mis diminutos conocimientos del alemán y mi gran inteligencia me permitieron
comprender que el funcionamiento de este artefacto se debe al cambio repentino
en la presión arterial cuando se dice deliberadamente una mentira. Lo puse a
prueba: metí el dedo pequeño en el aro y medité sobre la frase que debía decir
mientras el artefacto calibraba sus instrumentos de medición. Muy al contrario
de lo que tú amigo habrías hecho, yo dije, en cuanto todo estuvo preparado, una
gran verdad: "Tengo un hijo William". El aparato no hizo ningún
ruido, era de esperarse.
A temprana edad mi
madre me dijo que debía palpar todo mi cuerpo para conocerlo en la salud y con
el propósito de que si algún día había escondida por ahí alguna anomalía, ésta
fuese inmediatamente identificada. Por eso mismo, amigo mío, en vez de
aventurarme a decir una tajante mentira, he comprobado primeramente que todo
estaba en orden.
Seguramente, amigo
mío, coincidirás conmigo en que el razonamiento nos conduce a decir ahora una
mentira leve, apenas perceptible para el cuerpo. Aposté por "hoy me he
levantado a las nueve menos cuarto". Sonó un repique dentro de la máquina.
En efecto, el camión de la basura hace que diariamente me levanta a las nueve
menos diez. Aquí pensé que tal vez convendría, antes de decir la Gran Mentira,
enunciar una verdad a medias, una frase sin juicio de verdad o falsedad, sólo
para observar el comportamiento de la máquina, algo como ese famoso "yo
siempre miento". Pero después claudiqué, estos objetos no están preparados
para filosofar en torno a una frase truculenta, se descompondría
inmediatamente.
Así que me resolví
a decirlo: "Mi nombre es Herr Adolf Hitler". La Gran Mentira estaba
dicha, era hora de que una sirena estruendosa rompiera la caja negra que tenía
frente a mí, que los resortes en su interior brincaran y rechinaran anunciando
una dolorosa alarma ante semejante injurio. Que una descarga de doscientos
voltios golpeara mi dedo meñique o una filosísima cuchilla lo rebanara. Pero
no. No ocurrió nada.
Muerto de vergüenza
y pena, saqué mi dedo, subí corriendo las escaleras y me encerré en mi
dormitorio. Ahí a oscuras comencé a llorar en silencio, luego con grandes
estertores y finalmente a gritos. ¿Cómo era posible? ¿Por qué no me habría dado
cuenta antes de semejante verdad? ¿Qué castigo estaba yo pagando para que La
Gran Mentira fuera ya no más una mentira sino una Gran Verdad? "¡Maldito
mi nombre!" grité y golpeé la pared con el puño. Esos tipos que han
marcado la historia con su puño son siempre genios, han sido mentes maestras que
se las han arreglado para huir de los atentados y burlar a la muerte y en
cambio dar muerte a cuanto ser humano miran andar sin su control, sin miedo,
sin doblegarse a sus pies. ¿Qué sabía yo de la muerte del fürer? Nada en concreto, sólo teorías que hablan de un disparo a
quemarropa por uno de sus más allegados comandantes, la historia de un suicidio
en el bunker central, el cuerpo incinerado inmediatamente, pero ninguna prueba,
nada demostrado, sólo conjeturas e hipótesis que sólo me hacían pensar más y
más que era yo, que ese maldito se había metido en mí de alguna manera y sin
que yo me diera cuenta estaba dentro de mí, y miraba por mis ojos y respiraba
por mi boca jadeante y al mirarme al espejo era yo, pero sin ser yo, sin ver
que no era mi puño el puño que golpeaba con tanta fuerza el espejo, una
increíble fuerza de la que yo no soy capaz, que hizo añicos los añicos del
espejo y que sangraba mi sangre sin que ése dentro de mí se retorciera de dolor
como yo, que caí de rodillas, como yo, que era en ese momento un cascarón con
un engendro adentro.
Desde entonces
estoy en mi dormitorio, no he salido pues tengo vergüenza de lo que ocurre
dentro de mí, de quien soy en realidad, de quien se oculta de alguna manera
dentro de mí. No puedo salir, amigo, ven, consuélame esta pena que me hace
pensar en el suicidio, amigo, ayúdame.
Adolf.
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