2. Se puede guardarla: es decir, se puede
privarla de su libertad. De su libertad de no hacer nada, de estar ahí nomás,
de ser ociosa hasta el colmo de la indecencia, y meterla en el calabozo del
bolsillo del pantalón donde unas llaves presas y unas monedas presas se frotarán
contra ella, casi como queriendo pulirla con su amor metálico.
3. Se puede esculpir un corazón
(ridículamente cursi).
(Nota: con un corazón
no se puede esculpir una piedra, ¿o sí?)
Es decir, cambiarla
de forma, que abandone su morfología de sapo, que olvide el cálculo y que
aprenda anatomía, que aprenda el sístole y el diástole a golpe de cincel y
marro, de estaca y martillo. Que su intensa y relajada quietud se vuelva
movimiento perpetuo, incansable bomba, hasta que muera y se vuelva piedra de nuevo.
4. Se puede sembrarla: acomodarla en una
camita de tierra para que duerma y sueñe que le salen raíces, y de su frío
interior florezca un árbol duro, gris, que se abra camino entre la tierra, la
calle, los edificios, cuando el sol penetre entre sus hojas de amatista, cuando
el agua corra entre sus tallos de cuarzo y se graben corazones en su corteza de
cantera.
5. Se puede dejar en paz. De todas las
anteriores me parece la mejor: no alienar la piedra, no cambiar su naturaleza
que aunque fría y dura, suave y caliente. No practicarle cirugías plásticas ni
obligarla a crecer o a moverse. Las piedras están ahí para pensar (¿qué
pensarán las piedras?). Aunque así pensando forman lindos patitos en el agua
cuando se les sabe lanzar bien.
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