miércoles, 4 de noviembre de 2015

El quiosco

Voy caminando lentamente a un lado de mi abuelo. Es increíble la lentitud con la que avanzamos, casi me siento agotada y a penas hemos llegado al parque. Alzo la mirada hacia las copas de los árboles: qué lindo se mecen. Imagino que de tan lento que avanzamos los veo crecer. Voy tomada de su brazo, que a decir verdad es aún muy fuerte. Pienso que de no ser porque sus piernas han dejado de serlo, me cargaría con un solo brazo como a un niño. ¿Por qué caminará tan lento? ¿A qué se debe esa diferencia entre sus piernas y sus brazos?

Me pregunto cuántos años tendrá mi abuelo, y también me pregunto por qué no lo sé. Tal vez es porque desde que agarró su bastón se condenó a ser la reliquia familiar. Qué feo. ¿Él sabrá cuántos años tengo yo? Estamos a mano, supongo.

Paso a pasito vamos avanzando hacia el centro de la placita, donde hay un quiosco muy bonito. Me pidió que lo acompañara. Ni mamá ni tía Adelita: yo. No sé por qué me eligió, ni siquiera hablamos. Lo miro y él parece muy concentrado en dar el siguiente paso. Yo diría que es lo único que le preocupa de un tiempo para acá.

Yo, en cambio tengo mis preocupaciones. Lo de Rubén ocupa mi cabeza casi todo el día, pero también está lo de Miguel (¿Con quién estará ahorita?) y lo del Pato (qué ridículo apodo). Miguel fue mi novio en la vocacional, a Rubén lo conocí hace poco, estudia matemáticas en el Poli y ahora me está asesorando porque el semestre pasado reprobé Geometría Analítica. No digo que las matemáticas sean mi materia favorita, pero con él llegan a ser hasta divertidas. Por ejemplo, la otra vez me habló sobre la Homotecia, que es una transformación que pueden tener los objetos, se hacen más grandes o más chiquitos sin cambiar de forma. De cierto modo la homotecia está ligada con la vida. Este señor que parece haber metido segunda por fin, debe ser el resultado de una homotecia sufrida por un hombre alto, delgado, gallardo… ¡Ah! ¿Cómo me veré yo en sesenta años?

Los niños también sufren la homotecia, sólo que en este caso es inversa, ellos crecen. Mi primo Raulito mide casi uno ochenta pero sigue teniendo la misma cara que cuando tenía doce, es muy simpático. La vida es un subibaja de estaturas, homotecias jóvenes y viejas.

Vaya que va más a prisa, incluso parece que ha levantado la cara. Las relaciones también tienen algo de esa enfermedad. Al principio pareciera que la homotecia hace crecer el cariño de una forma exponencial (¿qué tal mi término acuñado recientemente?), como lo que siento ahora por Rubén, alguna vez me sentí así por Miguel, pero con éste llegó a un punto máximo (¿se ve que estoy aprendiendo?) y luego se fue en picada. La homotecia lo hizo chiquito chiquito, infinitesimal, nulo. Supongo que así ha de pasarme algún día con Rubén… ah, Rubén-rubén, qué triste la homotecia del amor. Y qué complicada. Del Pato no quiero decir nada. Sólo tal vez que… no.

¿Y este señor habrá tenido más amores que mi abuela? Probablemente no. O probablemente sí, no sé. No, yo digo que sí, para los hombres es tan fácil. ¿Con cuántas mujeres se habrá acostado? Jaja, me parece ridículo pensar en esto. Es como pensar en mis papás cogiendo: hasta me da vergüenza sólo pensarlo, qué horror. Pero en este caso se trata de la sexualidad de un hombre que desde chica me parece asexuado. Si imaginarse a los papás es difícil, a los abuelos es aún más. Tanta bondad no se lleva con eso. O sí, pero mejor ni pensarlo. ¿Será bueno? ¿A qué edad habrá perdido…? Ja, qué pendejadas pienso. Apuesto a que él piensa que aún soy virgen. Si supiera… Bueno tampoco tengo nada qué presumir. ¿Cinco hombres son muchos o son pocos? Ay, no sé. Veamos: veintiún años, comencé a los diecisiete, lo que hacen cuatro años de vida sexual (o más o menos). Cinco entre cuatro, como uno punto y cachito por año… Bien, muy bien. Poco, si soy sincera, aunque ya cambiaría a dos de ellos por… bueno, ya estoy divagando de nuevo.

Y regresando a este hombre que de pronto yergue la espalda y resulta más alto que yo ¿será un buen amante? Quiero decir, ¿fue? ¿o fue un patán como tantos otros? Quién sabe. Ay qué dramáticos pensamientos.

Visto desde aquí abajo (parece que me hice chiquita de pronto), él tiene un aire fresco, de bondad pero sin llegar a lo idiota. Ahora camina hasta con donaire, contoneándose, como supongo que caminaba en esta plaza hace cincuenta años, cuando era diez veces más rápido. No, no es un patán. Basta ver su carita, en realidad es un viejo tierno. En los tiempos en que la abuela vivía él era muy feliz. Siempre hacía fiesta cuando llegaba su nieta favorita, huelga decir quién es. Nunca salía de la casa, mi abuela lo tenía bien checadito. “Javier esto, Javier lo otro, Javier se me acabó y ve por más al mercado, Javier dónde andas”. ¡Ah, caray! Quizás era por algo…

Al fin (¡viva!) llegamos a la fuente de la plaza y parece que me ha dado tiempo de pensar en toda mi vida y que él ha rejuvenecido al menos veinte años. Mi abuelo se detiene y toma mi brazo de popote con su gran mano y me sube a sus hombros. Mi vestido se atora en su frente, él sonríe, le abrazo la cara y desde esa altura veo a los globeros y se me antoja ir a las jaulas de los pajaritos que toman un papelito con el pico y dicen la suerte. Tose una vez. Tose dos veces. Se aclara la garganta y me dice:

– Quiero presentarte a alguien.

¡Ya sabía!

No hay comentarios: